Navidad_cuento de Irene Farias

“Otra Navidad”
El guipur de su antiguo vestido de novia era hermoso. Ya lo había blanqueado al sol. Comenzó a cortarlo con delicadeza. Cuatro paños iguales, pequeños, de unos veinte centímetros de cada lado. Con hilo al tono – blanco-  los hilvanó y luego con puntada escondida, les cosió el dobladillo.
Revolvió en la caja hasta que seleccionó unas cuantas fotos. Una a una las fue pegando  en el cuaderno Gloria de 8 hojas. Luego forró las tapas con un retazo de antiguo brocatel.
Con las hojas y pétalos secos que había guardado dentro de la guía telefónica, renovó el marco de un cuadro viejo. Luego lo barnizó.
Pintó con acrílico la caja del remedio que tomaba todas las noches y la convirtió en estuche para el reloj.
Decoró con papel envejecido dos frascos de dulce vacíos. Los llenó con las flores y semillas de tilo que había cosechado en el mes de noviembre.
Dibujó arcoíris en las latas de duraznos que había guardado. Las llenó de tierra y en ellos colocó los gajos que ya habían hecho raíces. Eran alegrías del hogar.
Por último, se puso a hacer el bollo del pan dulce que levaría durante toda la noche.
Se fue a dormir. Durante el sueño, el aroma de las esencias del pan dulce la llevaron mágicamente a las Navidades de su infancia: su madre, en vela, custodiando el secreto éxito de su pan dulce. Su padre subido a la escalera colocando las luces en el cedro azul que estaba en el patio. Las lámparas las había pintado él mismo para luego unirlas en un mismo y extenso cable. La fugacidad de un sueño le devolvía años pasados, llenos de aromas, colores, risas, mesas servidas, primos jugando, adornos de vidrio en el árbol. No recordaba a Papá Noel, pero sí que todos recibían regalos: las mujeres, bombachas rosas, los señores, medias, ceniceros o lapiceras…
¡Qué feliz estaba Ignacia!
Por la mañana, metió el pan dulce en el horno caliente y entonces, solo le faltaba envolver los regalos:
-  Para las chicas un pañuelito de encaje a cada una. Para Pedro, las fotos de sus años en la universidad. Para Juan, el reloj del abuelo. Para las nueras, las plantitas. Para las consuegras, las flores del tilo que estaba en el jardín y que tanto solían pedirle. Y para Lola, el cuadro con la foto de su biznieto.
Con satisfacción fue envolviendo cada uno de los regalos.

Dieron las doce: abrazos, brindis, pirotécnica, papeles por todos lados, risas, música.
En medio del bochinche, tomó una copa llena de sidra y se encaminó con disimulo hacia su habitación.  Se acercó a la mesita de luz y dirigiendo la copa hacia su amado dijo:
- Salud, viejito querido.

Luego, dejó la copa, se sacó los zapatos, y abrazada al retrato, acostó sus cansados noventa años.

Irene Farias

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