En el baúl del cuartito de los trastos encontré la muñeca. Su cabello castaño rojizo, sus ojitos verdosos, su pequeña boca roja, muy hermosa; su torso de trapo, su cabeza y extremidades de pasta. ¡Cuánto tiempo había pasado! Mucho tiempo… Sentada en el borde del baúl con la muñeca en la falda, los recuerdos vinieron a mí atropelladamente.
La casa de los abuelos, una casa de pueblo con su quinta, su bello jardín, llena de voces de la gran familia.
Recuerdo las tardes de siesta junto a mis primos, trepando a la higuera, comiendo esos ricos higos que, al abrirlos, parecían de miel. Bajábamos del árbol todos pegoteados, después venían los retos de las madres. Los dulces de la abuela con esos higos han quedado en mi boca para siempre. Los rojos tomates de la quinta…
Un recuerdo muy especial de la tía Elena, tan hermosa, tan callada, siempre tejiendo gorros, guantes y muchas cosas más que luego nos regalaba a nosotros y a los chicos del barrio. Le gustaba hacer manualidades. Aún tengo guardados unos frasquitos pintados que nos regalaba llenos de caramelos.
Recordarla me pone triste, cuando pasó lo que pasó ya nada fue igual. Sentí por primera vez que más allá de los juegos, la escuela y nuestras fantasías, había otra realidad.
Un día la tía Elena viajó al Uruguay a visitar a su mejor amiga que había enfermado seriamente. Se iba por un tiempo. Sus cartas llegaban de tanto en tanto. Las cosas estaban complicadas y ella decidió quedarse un tiempo más. Pasaron las semanas y ella no volvió. El aire de la casa se tornó distinto. Los niños hacíamos preguntas que nadie respondía. Los adultos bajaban la voz al notar nuestra cercanía.
Solo nos quedó en claro que la tía Elena no podía regresar o no quería, según escuchó mi primo Braulio.
La tía Elena era la mayor de cuatro hermanos, después venía mi madre, los dos menores eran varones. Mamá y ella siempre tuvieron una relación muy cercana, se llevaban apenas diez meses y se criaron casi como mellizas.
Mamá estaba muy apenada por la ausencia de su querida hermana. Un día la sorprendí llorando mientras leía algo. Al notar mi presencia, se enjugó las lágrimas y rápidamente guardó el papel en un cajón de la cómoda. Más adelante supe que esa fue la última de sus cartas.
Los adultos solían menospreciar la inteligencia de los niños. Nos creían incapaces de comprender las medias palabras o “las conversaciones de los mayores”; parecían haberse olvidado su propia infancia.
Yo estaba segura de que en esa carta estaba la clave para desentrañar el gran misterio que envolvía el viaje de la tía Elena, así que desde que vi a mi madre esconderla en su cuarto, no pude dejar de pensar en cómo apropiarme de ella.
Creí conveniente dejar pasar algunos días en espera de nuevas noticias. En lugar de jugar despreocupadamente con el resto de los chicos, estaba alerta para ver si veía llegar al cartero pero mi espera fue en vano. Mi curiosidad iba en aumento pero nunca se lo comenté a ninguno de mis primos.
Decidida a develar la incógnita, esperé el momento en que las mujeres de la casa estuvieran atareadas en la cocina preparando la comida para escurrirme a la habitación de mis padres, cosa que no teníamos permitido. Mi corazón latía aceleradamente pues sabía que si me sorprendían revolviendo los cajones sería severamente castigada. Mi piel conocía muy bien el escozor que causaba la varita de mimbre con que seguramente me azotarían de encontrarme allí. Sin embargo, la curiosidad por develar el secreto fue más grande que mi miedo a la paliza. No sabía bien en cuál de los cajones mi madre había guardado la carta. Tampoco tenía la certeza de que aún estuviera allí ya que habían pasado algunos días desde que mamá había tratado de que pasara inadvertida a mi vista.
No dudé en abrir el primer cajón; creía recordar que allí era donde la había guardado. Siempre mirando hacia la puerta con el rabillo del ojo. Temerosa de ser sorprendida, metí la mano entre la ropa interior que allí se guardaba. Entre la textura suave de las combinaciones y los camisones de seda, pude notar algo áspero y rugoso como un papel. Lo tomé sin vacilar y rápidamente lo puse entre mis ropas, sin mirar lo que era.
Salí sigilosamente de la habitación conteniendo la respiración, feliz de haber logrado mi cometido sin ser descubierta y me dirigí hacia la letrina. Unos meses atrás los abuelos habían incorporado una sala de baño a la casa cuyas comodidades no se comparaban con las de la vieja letrina, así que era muy poco probable que alguien se acercara hasta allí, razón por la cual estaba segura de que en ese lugar, finalmente, podría leer la carta con tranquilidad.
La letrina era de madera y tenía una ventana pequeña por donde se colaba un rayo de sol. Saqué el papel arrugado de entre mis ropas y traté de alisarlo prolijamente. Enseguida reconocí la letra pequeña y redondeada de la tía Elena. Era inconfundible parecía dibujada como las que hacen las maestras en el pizarrón. La emoción hizo que mis manos temblaran. Por fin sabría la verdad sobre lo ocurrido.
Las lágrimas de mi madre al caer sobre la tinta habían borroneado algunas palabras, sin embargo, pude leer sin dificultad lo que allí decía:
“Montevideo, enero de 1950.-
“Querida hermana:
Ante la respuesta de nuestra madre sería inútil insistir. Te escribo a ti porque creo que sabrás comprenderme. Rogué por su perdón pero comprendo su rechazo. Hoy me toca pedírtelo a vos.
Me atrevo, a la distancia –quizá por cobardía-, a contarte la verdad que he callado por imposición de nuestro padre durante años.
Todo ocurrió aquella vez que tu marido estuvo embarcado durante once meses. Aquel viaje del que volvió con una niña que había nacido de su desliz con otra mujer.
Recuerdo aún tus lágrimas silenciosas por el engaño de tu esposo. Sos una mujer admirable. Siempre valoré la generosidad y el amor con que adoptaste a la niña como a una más de tus hijas. La trataste con tanto amor que ella nunca sabrá que no nació de tu vientre. Y es mejor que así sea porque hoy me decido a confesarte que ella es mi hija y no quiero que jamás sufra el oprobio de saberlo.
Fue papá quien decidió que las cosas fueran así: ‘Toño dirá que es una hija suya y tu hermana va a tener que hacerse cargo de ella. Y de vos nadie podrá decir que sos una cualquiera, una perdida… ¡y sanseacabó! La mocosa no tiene por qué saber. La familia seguirá siendo la misma. Nadie tiene por qué enterarse.’
Hace unos meses le confesé a mamá la verdad. Se sintió traicionada, enojada y decepcionada por la conducta de nuestro padre, Dios lo tenga en la gloria. A mí me fustigó por haberle ocultado todo. Fue el año en que yo había ido a quedarme a lo de la Tía Zulema. Se lo confesé porque mi drama es que los años pasan, los silencios lastiman y aprietan la garganta. Mamá dice que ya he hecho demasiado daño, que sería peligroso mi regreso. Quizá tenga razón porque no resistiría tenerla a mi lado sin abrazarla y gritarle todo lo que siento porque ella se…”
- ¿Elvirita? ¿Dónde estás, hija? ¡A tomar la leche…! La voz de mamá me sobresaltó.
Desesperada, arrojé el papel al pozo de la letrina. No obstante, no respondí enseguida. Esperé a que entrara a la cocina para salir a hurtadillas y dirigirme a tomar la leche.
Lo que había leído había cambiado mi estado de ánimo. Confusas ideas llenaron mi mente, la tía Elena que no volvería, el abuelo, mamá… No entendía nada. Tan grave me pareció todo que me sentí culpable y un miedo recurrente me hacía despertar en las madrugadas y abrazarme a la muñeca.
El silencio selló mi secreto. Lo llevé durante mucho tiempo casi como una culpa. La adolescencia comenzó a cambiar mi cuerpo y en mis pensamientos una idea hasta entonces insospechada tomó forma. Éramos cuatro hermanas… ¿quién de nosotras sería la hija de la tía Elena?
En vano busqué similitudes, parecidos, diferencias: nada. Nos queríamos, nos peleábamos, jugábamos, éramos felices. O lo fuimos hasta que, tiempo después del episodio de la carta, en uno de sus largos viajes por mar, papá falleció. El luto, el llanto, el dolor inundó cada parte de la casa de los abuelos. Volví a ver a mamá llorar muchas veces a escondidas y cuando yo me ponía a llorar a su lado, apretada a mi muñeca, ella nos abrazaba a las dos.
Sus restos no fueron traídos al país, quedaron en un lugar muy lejano. Muchas noches, cuando me daba cuenta de que mis hermanas se habían dormido, me escapaba hasta el patio y miraba las estrellas con la esperanza de que desde alguna de ellas él estuviera viéndome, como me había dicho la maestra.
Pasó el tiempo, y mi secreto se fue quedando en las ganas de preguntar. Nunca me animé. Tenía miedo de que me retaran. Crecí con un pacto de silencio hecho conmigo misma.
Hace un mes, así, de golpe, mamá nos dejó. La habían precedido los abuelos. La casa quedó desierta y con las chicas debimos cumplir con el deber de ordenar y vaciar todo. A mí me tocó el mueble de mamá. Con devoción litúrgica moví y ordené cada una de sus prendas, sus aros, los collares, las pulseritas. Disfruté hacerlo como, cuando de niña, se los pedía prestados para jugar a la señora. Y en el fondo del estante superior apareció la caja cuya tapa ella misma había bordado. Allí estaban las postales, los dibujos que nuestros hijos le regalaban, los papeles de la casa y… las cartas. Y, como si el destino con un caprichoso lazo se hubiese confabulado para unirme con un tiempo lejano, apareció ante mis ojos la otra hoja de la última carta de la tía Elena que tantos años atrás había comenzado a leer en la letrina. Para que no me vieran mis hermanas, me vine al cuartito de los trastos.
“… merece todas mis caricias. Pero acepto mi destino, hermana querida. Vos sabés que Toño y yo nos amamos siempre, desde chicos y que papá decidió que se casara con vos.
Te juro por Dios que hicimos hasta lo imposible por evitar nuestra necesidad de vernos, de acariciarnos, pero, sucedió, sucedió. Y de nuestro amor nació la niña.
No puedo seguir, me desangra el alma haberte hecho esto, me siento indigna. Pero peor me sentiría si no te confesara la verdad.
Vos sabrás qué decisión tomar: yo no puedo mentirte más. Pido el perdón de Dios y el tuyo también. Te abrazo con todo mi dolor y a la vez mi agradecimiento.
Pd: te envío una muñeca, dásela para que tenga algo mío.
Elena”
Elena”
Aquí estoy, la luz del atardecer entra al cuartito de los trastos viejos al igual que aquel rayo de sol que se había colado por la pequeña ventana de la letrina. Sin embargo, no siento su tibieza, más bien me siento helada, con un nudo en el pecho. ¿Por qué tantas mentiras y secretos? ¡Pobre mamá! ¡Qué mujer tan valiente! Pobre tía Elena cuyo amor por Toño, mi padre, la llevó a la infelicidad, a la condena y al exilio familiar.
Acaricio la muñeca de cabello castaño rojizo, ojitos verdosos, pequeña boca roja, cabeza y extremidades de pasta.
Y aún sentada en el borde del baúl con ella en mi falda, la abrazo, la aprieto contra mi pecho. Y su torso de trapo recibe, generoso, mis mudas lágrimas por el doloroso silencio de mis dos madres y el repudiable engaño de dos hombres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario