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Gian Lorenzo Bernini entre los años 1622 y 1625. |
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Bernini |
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Antonio Pollaiuolo, 1460. |
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Apollo and Daphne Andrea Appiani (1754-1817) |
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Bernini |
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Apollo_Daphne_Albani |
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Cornelis_de_Vos (1584-1651) |
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Arthur Rackham |
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Chasseriau Theodore |
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Gabriel Alonso |
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Giovanni B Tiepolo |
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Armand Point |
DAFNE (Ovidio,
Metamorfosis, I, IV)
Del
limo y del Sol salieron los animales conocidos y los desconocidos; los nada
amenazadores y los monstruos, entre éstos la serpiente Pitón, terror de los
hombres por su enorme tamaño, a la cual mataron las flechas de Apolo, y por
cuyas mil heridas salió la venenosa sangre. Mucho tiempo después, el recuerdo
de esta singular victoria dio origen -por voluntad del mismo Apolo,
enorgullecido de su hazaña- a unos solemnes juegos que recibieron el nombre de
pitios, y en los cuales el vencedor, bien en la lucha, bien en la carrera
pedestre o en la conducción de carros, merecía una corona de hojas de encina,
porque aún no las había de laurel, y porque las coronas con que Apolo se
adornaba estaban hechas con las hojas del árbol más cercano al lugar en que él
estaba.
Dafne, hija del río Peneo, fue quien primero acució
el interés de Apolo. Esta pasión fue menos un efecto del azar que una venganza
del amor irritado contra él. Porque Apolo, presuntuoso de su éxito sobre la
serpiente Pitón, viendo a Cupido con el apercibido carcaj, le amonestó: “Dime,
joven afeminado: ¿qué pretendes hacer con esa arma más propia de mis manos que
de las tuyas? Yo sé lanzar las flechas certeras contra las bestias feroces y
contra los feroces enemigos. Yo me he gozado mientras veía morir a la serpiente
Pitón entre las angustias envenenadas de muchas heridas. Conténtate con avivar
con tus candelas un juego que yo no conozco y no pretendas parangonar tus
victorias con las mías.” “Sírvete tú de tus flechas como mejor te plazca
-respondió el Amor- y hiere a quienes te lo pida tu ánimo. Mas a mí me place
herirte ahora. La gloria que a ti te viene de las bestias vencidas me vendrá a
mí de haberte rendido a ti, cazador invencible.” Dichas estas razones, voló
Cupido y se detuvo sobre el Parnaso; y disparó dos flechas; con una clavó el
amor, y el desdén con la otra. Flecha de oro, la amorosa, aguda y sin remedio.
Flecha plomiza, la desdeñosa, y roma. Aquélla atravesó el pecho de Apolo, y
ésta el de la ninfa Dafne. Conoció el dios la pasión violenta y fue el amante
de la hija de Peneo, la cual se refugió en el bosque pretendiendo, como Diana,
dedicarse a la caza. Muchos la pretendieron; mas ella despreció a muchos por no
cejar en sus silvestres gustos. Y decíale su padre: “Hija, yo desearía que te
casaras. ¡Cuánto sueño con tener nietos!” Le sonrojaban tales deseos; el
matrimonio le parecía un crimen; entre los brazos de su padre suplicaba por su virginidad,
recordándole el don que a Diana concedió Júpiter. Peneo consintió, no sin
decirle que su belleza y sus gracias eran los peores enemigos de su resolución.
Apolo la vio; y verla fue enamorarse y sentir los apremios del deseo. Creyó con
constancia conseguida por fin. Vana espera. Fuego violento consumía el corazón
varonil. Viendo los rubios cabellos de la ninfa caer sobre sus espaldas, se
decía: “¿Cuál no sería su belleza si estuvieran peinados con arte? Viendo sus
ojos, rútilos como dos estrellas, su boca bermeja, sus dedos, sus manos y sus
brazos desnudos, conmovíase. Y su amor se desbocaba imaginando otras bellezas
ocultas. En vano la pretendió. Esquivábale ella con la ligereza del viento.
“¡Espérame, hermosa mía! -clamaba Apolo-. ¡Espérame! ¡Que no soy ningún enemigo
de funestas ideas! ¡Húyale el cordero al lobo, el ciervo al león y la paloma al
águila, porque sus enemigos son; pero no me huyas, porque únicamente el más
inmenso amor me impulsa! ¡Espérame, porque pudieras caer sobre las espinas del
camino, siendo yo, sin querer, la causa! ¡Sigues el rumbo más disparatado!...
¡Si moderas la ligereza de tu huida, moderaré la ligereza de mi persecución!...
¡Piensa que no soy pastor que conduzca rebaños al son de un caramillo y procura
entender el precio de tu conquista! ¡Si me conocieras... seguro estoy de que,
si no esperarme, no me esquivaras con ese ahínco!... Delfos, Claros, Tenedos y
Petara me rinden los honores debidos. Hijo de Júpiter soy, y adivino el
porvenir y soy sabio del pasado. Yo inventé la emoción de acortar el canto al
son de la lira; mis flechas llegan a todas partes con golpes certeros. Mas,
¡ay!, que me parece más certero quien dio en mi blanco. Siendo el inventor de
la medicina, el universo me adora como a un dios bondadoso y benefactor.
Conozco la virtud de todas las plantas..., pero ¿qué hierba existe que cure la
locura de amor? Se conoce que mis méritos, útiles para todos los mortales,
únicamente para mí no tienen poder ni prodigio."
Mientras
hablaba así logró Apolo acortar la distancia que les separaba; pero Dafne de
nuevo huyó ligera... con hermosura acrecentada. Sus vestidos volados y
semicaídos... Sus cabellos dorados y flotantes... Divina, sí. Debió pensar
Apolo que más le valían que las melodiosas palabras, en aquella ocasión, los
pies ligeros... y arreció en su carrera. Y fue aquello... como una liebre
perseguida por un galgo en campo raso, espectacular y definitivo. ¿La alcanza?
¿No la alcanza?.. Ya los varoniles dedos rozan las prendas femeninas... ¡Y cómo
palpita el corazón entonces!
Llegó Dafne a las riberas del Peneo, su padre,
y le dijo así, desconsolada: “¡Padre mío!
Si es verdad que tus aguas
tienen el privilegio de la divinidad, ven en mi auxilio..., o tú, tierra,
¡trágame!... porque ya veo cuán funesta es mi hermosura... Apenas terminó su
ruego, fue acometida por un espasmo. Su cuerpo se cubre de corteza. Sus pies,
hechos raíces, se ahondan en el suelo. Sus brazos y sus cabellos son ramas
cubiertas de hojarasca. Y, sin embargo, ¡qué bello aquel árbol! A él se abraza
Apolo y casi lo siente palpitar. Las movidas ramas, rozándole, pueden ser
caricias. “Pues que ya -sollozó- no puedes ser mi mujer, serás mi árbol
predilecto, laurel, honra de las victorias. Mis cabellos y mi lira no podrán
tener ornamento más divino. ¡Hojas de laurel! Los capitanes romanos
triunfantes, subidos al Capitolio, ostentarán coronas arrancadas de ti. Tú
cubrirás los pórticos en el palacio de los emperadores; y así como mis cabellos
permanecen sin encanecer nunca, así tus hojas jamás dejarán de aparecer
verdes.” Cuando Apolo terminó de hablar, el laurel pareció descender sobre su
cabeza, como aceptando los ofrecimientos que le acababa de hacer.
A Dafne ya los brazos le
crecían,
y en luengos ramos vueltos se
mostraba;
en verdes hojas vi que se
tornaban
los cabellos que el oro
escurecían.
De áspera corteza se cubrían
los tiernos miembros, que aún
bullendo estaban:
los blancos pies en tierra se
hincaban,
y en torcidas raíces se
volvían.
Aquel que fue la causa de tal
daño,
a fuerza de llorar, crecer
hacía
este árbol que con lágrimas
regaba.
¡Oh miserable estado! ¡oh mal
tamaño!
¡Que con llorarla crezca cada
día
la causa y la razón porque
lloraba!
Lee todo en: SONETO XIII -
Poemas de Garcilaso de la Vega http://www.poemas-del-alma.com/garcilaso-de-la-vega-soneto-xiii.htm#ixzz4CWBcX7Pz
«Tras vos un Alquimista va
corriendo,
Dafne, que llaman Sol ¿y vos,
tan cruda?
Vos os volvéis murciégalo sin
duda,
Pues vais del Sol y de la luz
huyendo.
ȃl os quiere gozar a lo que
entiendo
Si os coge en esta selva
tosca y ruda,
Su aljaba suena, está su
bolsa muda,
El perro, pues no ladra, está
muriendo.
»Buhonero de signos y
Planetas,
Viene haciendo ademanes y
figuras
Cargado de bochornos y
Cometas.»
Esto la dije, y en cortezas
duras
De Laurel se ingirió contra
sus tretas,
Y en escabeche el Sol se
quedó a oscuras.
Lee todo en: A Dafne, huyendo
de Apolo - Poemas de Francisco de Quevedo http://www.poemas-del-alma.com/a-dafne.htm#ixzz4CWCGfFa5
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