"Figuras inacabadas"
No sé si contar lo que le ocurrió recientemente a Custardoy.
Es la única vez, que yo sepa, que ha tenido escrúpulos, o quizá fue piedad.
Venga, voy a hacerlo.
Custardoy es copista y falsificador de cuadros. Cada vez
recibe menos encargos para su segunda actividad, la mejor retribuida, porque
las nuevas técnicas de detección hacen casi imposible el fraude, al menos a los
museos. Hace unos meses le llegó una petición, de un particular: un sobrino
arruinado quería darle el cambiazo a su tía, que poseía un pequeño e inacabado
Goya, escondido en su casa junto al mar. Ya no podía ni esperar su muerte, pues
la tía le había comunicado que así como le legaría a él la casa, había decidido
dejarle el Goya en herencia a una criadita joven a la que llevaba algún tiempo
viendo crecer. Según el sobrino, la tía estaba idiotizada.
Custardoy estaba
dispuesto a trabajar a partir de fotografías y del informe que años atrás había
realizado un experto, pero pidió ver el cuadro al menos una vez para comprobar
que el trueque sería factible, y a tal efecto fue invitado por el sobrino, que
se llamaba Cámara y rara vez visitaba a la tía, a pasar un fin de semana en la
casa junto al mar. La tía vivía sola con la joven criada, casi una niña a la
que compraba los libros de texto y los plumieres: la niña iba todas las mañanas
al colegio en Port de la Selva, regresaba para el almuerzo y pasaba el resto
del día y la noche a la espera de que a su señora se le ocurriera ordenarle
algún quehacer. La tía, de apellido Vallabriga, pasaba los días y las veladas
ante la televisión o hablando por teléfono con amigas ya difuminadas de
Barcelona. Más que a su marido, muerto diez años antes, echaba de menos a quien
también había echado de menos en vida del cónyuge, un novio lánguido que se fue
con otra en su juventud, minúscula y remota obsesión. Tenía un perro con tres
patas, la posterior derecha amputada tras haber pasado una noche con ella
martirizado en una trampa para conejo. Nadie había ido a rescatarlo, la gente
de los alrededores había tomado sus aullidos por los del lobo. La mirada de ese
perro, según el sobrino Cámara, decía la tía que le recordaba a la del novio
perdido y doliente. Completamente idiotizada, añadía el sobrino. Con ese animal
y la criadita solía dar la señora Villabriga largos paseos a la orilla del mar,
tres figuras inacabadas, la niña por su niñez, el perro por su mutilación, la
tía por su falsa y su verdadera viudez.
A pesar de que Custardoy lleva coleta y largas patillas y
alzas en los zapatos (la modernidad mal entendida, un aspecto reprobable fuera
de las ciudades), fue bien recibido: la tía pudo coquetear ranciamente y a la
niña le dio quehacer. Después de la cena la tía llevó a Custardoy y al sobrino
Cámara a ver el Goya, que guardaba en su alcoba, Doña María Teresa de
Vallabriga, lejana antepasada sin el menor parecido con su descendiente
sesgada. '-Es posible?', le preguntó Cámara a Custardoy en voz baja. 'Ya te
contaré mañana', dijo Custardoy, y ya más alto: 'Es un buen cuadro, lástima que
el fondo no esté terminado', y lo examinó con atención, pese a que la luz no
era buena. Esa luz iluminaba mejor la 'Esa cama no la habrá visitado nadie en
diez años', pensó, 'o tal vez en más'. Custardoy siempre piensa en lo que
contienen las camas.
Esa noche hubo tormenta, y Custardoy oyó ladrar al perro
cojo desde su habitación en el segundo piso. Se acordó de la trampa, pero esta
vez no sería eso, sino los truenos. Se acercó a la ventana para ver si el perro
estaba a la vista, y allí lo vio, junto al mar llovido -perdigones contra una
tela agitada-, parado como un trípode y ladrando al zigzag de los rayos, como
si los aguardara. 'Quizá también hubo tormenta la noche en que permaneció en la
trampa pensó 'y ya les perdió para siempre el miedo'. Acababa de pensar esto
cuando vio aparecer a la criadita corriendo, en camisón, llevaba en la mano una
correa con la que atar al perro e intentar arrastrarlo. La vio forcejear, su
cuerpo bien visible bajo la ropa mojada, y oyó una voz angustiada bajo su
propia ventana: '¡Que te vas a morir, que te vas a morir!', decía la voz.
'Nadie duerme en esta casa', pensó. 'Sólo Cámara, quizá.' Abrió la ventana sin
ruido y asomó la cabeza un poco, no queriendo ser visto. Notó la fuerte lluvia
sobre la nuca, y lo que vio desde arriba fue la copa abierta de un paraguas
negro, la señora Vallabriga anhelando la vuelta de sus inacabadas figuras, era
su voz, y era su brazo el brazo desnudo que de vez en cuando aparecía crispado
bajo el paraguas, como si quisiera atraer o asir al animal y a la niña, que
forcejeaban, el perro sin pata mal podía correr o escapar, seguía ladrando a
los rayos que alumbraban su mirada reacia de novio lánguido y el cuerpo más
adulto de lo que pareció vestido -el cuerpo de pronto acabado-. Custardoy se
preguntó quién temía la tía que se fuera a morir, y al poco lo supo, cuando la
niña se llegó por fin hasta la puerta con el perro a rastras y desaparecieron
los tres, primero bajo el paraguas como una cúpula y luego en la casa. Cerró la
ventana, y, ya desde dentro, oyó sólo dos frases más, las dos de la tía, la
niña debía de estar sin habla: 'Este chucho', dijo. Y luego: 'A la cama
enseguida, niña, quítate eso.' Custardoy oyó los cansados pasos que subían
hasta su piso, y entonces, de nuevo tumbado y cuando se hizo el silencio tras
el último ruido de una sola puerta que se cerró -una sola puerta-, se preguntó
si acaso no se habría equivocado respecto a la cama que protegía el Goya y que
nadie habría de visitar. No se lo preguntó demasiado, pero decidió que a la
mañana siguiente cometería una traición: el informe que tenía que darle a
Cámara sobre las posibilidades de falsificación diría que no valía la pena
falsificar una copia. La heredera del Goya se lo tenía ganado. Le diría a
Cámara: 'Olvidémoslo.'
Nota: el carácter ancilar y el lesbianismo insinuado de este
minicuento se deben a que los cinco elementos impuestos por el encargo (una
tortura china) me llevaron a pensar de inmediato en Rebecca, de Alfred
Hitchcock o de Daphne Du Maurier.
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